Por todos es sabido que Felipe II de España era un gran coleccionista de relicarios y de huesos de santos. El Monasterio del Escorial fue el gran depósito donde los guardaba. Un inventario dató que el monarca tenía más de 7500 piezas, entre las que se incluían incluso cuerpos enteros y más de 150 cabezas completas.
Entre las piezas de esta colección se supone que había, por ejemplo, un cabello de la cabeza de Jesús y varios trozos de la cruz y de la columna donde fue torturado. También tenía los cuerpos enteros de San Mauricio, San Teodorico, San Constancio y San Mercurio. Las cabezas de San Blas, San Hermenegildo y San Julián también formaban parte del inventario. De los santos Bartolomé y Vicente, y de las santas Bárbara e Ivón, tenía sus brazos. Huesos de rodillas, de codos, de dedos...etc...etc.
Lo más curioso, es que entre todas estas reliquias santas, guardaba también cuernos de unicornios (sí, le engañaron como a un pardillo). Por todos es sabido también que Felipe II era un gran aficionado a la alquimia. Tan importante consideraba el rey estos cuernos que hasta los mencionó en su testamento: “es voluntad que también se conserven y anden juntos con la sucesión de estos reinos, seis cuernos de unicornio, que asimismo están en la dicha guardajoyas, para que tampoco se puedan enajenar ni empeñar”.
Estos huesos los heredó Felipe III y este se los dejó en herencia a su hijo Felipe IV, el cual hizo lo mismo y los dejó en herencia a su hijo Carlos II, el cual utilizó los seis, convirtiéndolos en polvo e ingiriéndolos con brebajes, para tratar de curar su impotencia sexual, cosa que, evidentemente, no logró.